Rasgos del sacerdote de la Nueva Evangelización

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La Iglesia se halla situada en una nueva etapa evangelizadora que exige de los cristianos y, particularmente de los sacerdotes, nuevas pedagogías, nuevas expresiones, nuevas presencias y, sobre todo, nuevas actitudes. S. Juan Pablo II dijo en su momento que el verdadero misionero es el santo y que la nueva evangelización presupone la santidad (cfr. RMi 90). Recientemente, el Papa Francisco ha afirmado que “no es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones lo que asegura los frutos, sino el ser fieles a Jesús”1. Atendiendo a las palabras del Papa, la principal causa de la escasez de frutos pastorales que venimos cosechando la encontramos, pues, en la falta de fidelidad a Jesucristo. Consiguientemente, el remedio ha de comenzar por la conversión personal, sin excluir, por supuesto, la conversión pastoral.

El nuevo evangelizador ha de poner a Cristo como centro de su vida y punto de referencia en la acción pastoral. La novedad no viene de hacer cosas absolutamente nuevas, sino de hacerla identificándonos con Cristo resucitado, la absoluta novedad que se renueva sin cesar2. A esto aludimos cuando hablamos de conversión. No obstante, para concretar mejor el tema, y refiriéndonos en concreto al presbítero, vamos a diseñar esta conversión como recuperación de la identidad propia del sacerdote en sus dos dimensiones: la cristológica y la eclesiológica y en su identidad ministerial al servicio de la Palabra, de los sacramentos y del servicio de la Iglesia y de los pobres. Presentaremos, de este modo, unos rasgos propios del sacerdote de siempre. En segundo lugar, perfilaremos los trazos propios del sacerdote de la nueva etapa evangelizadora. Y terminaremos aludiendo a los medios propios para esa renovación.

  1. La identidad presbiteral y ministerial 

La identidad del presbítero le viene dada por el carisma recibido con el sacramento del orden. Dicho carisma le configura con Cristo Cabeza y Buen Pastor y le sitúa en la Iglesia y, al mismo tiempo, al frente de la Iglesia. Veamos estos dos elementos de la identidad sacerdotal: el cristológico y el eclesiológico.

  1. Identidad cristológica: el presbítero, representación sacramental de Jesucristo

El sacerdote nace de una llamada, de una consagración y de una misión en orden a ser instrumento salvador de Cristo: “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo el que os elegí a vosotros y os destiné para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). El origen del ministerio ordenado, pues, está en Cristo, no en la comunidad ni en ninguna otra fuente (cfr. LG 18; PO 2). Además, por el sacramento del orden, el sacerdote es ontológicamente transformado, quedando vinculado y configurado con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. Por la imposición de las manos, dice PDV, “los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado” (PDV 15).

La sacramentalidad es la clave para interpretar la identidad y la espiritualidad del sacerdote. Pero hay dificultades para su aceptación: hay quien se mantiene en la visión del sacerdocio como función; a otros les resulta difícil entrar en el mundo del símbolo3; y, en fin, los hay que tienen dificultad para aceptar que la integración de la sacramentalidad no es cosa de un momento, sino que supone un proceso que hay que cuidar paso a paso4.

Por otra parte, está la relación propia del sacerdote con Cristo. Una primera dificultad, en este terreno, está en que algunos no creen que exista ninguna diferencia entre el presbítero y el laico en su relación con Cristo, por lo que proponen una espiritualidad laical para el sacerdote. Otra dificultad deriva de no contemplar a Dios como el que toma la iniciativa y, con su amor, sale al encuentro del llamado para unirle a su tarea salvadora. Hemos de reconocer que “no nos hacemos sacerdotes de Cristo por nuestra relación con Él, sino que somos sus sacerdotes por su relación con nosotros”5.

  1. Identidad eclesiológica: el presbítero, hombre de Iglesia y para la Iglesia

 

La relación con la Iglesia no es optativa, sino necesaria para todo cristiano que, por el bautismo, ha sido incorporado a Jesucristo y también a la Iglesia (cfr. LG 11), su cuerpo místico. Como acabamos de ver, el sacerdote es en Cristo, dimensión fundante, y también es en la Iglesia, dimensión subordinada. La dimensión eclesial es constitutiva de la identidad del sacerdote y la vivencia de esta dimensión es esencial también para la espiritualidad sacerdotal. Ciertamente, el presbítero encuentra la máxima verdad de su identidad en la participación de la vida de Cristo (cfr. PDV 12, 4). Su relación fundamental la tiene con Cristo Cabeza y Pastor (PDV 16, 1). Pero no es sacerdote sin la relación con la Iglesia, a cuyo servicio es ordenado y a la que representa sacramentalmente (cfr. PDV, 12).

2.1. El ser de la Iglesia y el sacerdote en ella. El Concilio Vaticano II ha definido a la Iglesia como misterio, comunión y misión:

  1. El carácter mistérico le viene de ser cauce de la salvación de Dios para el hombre y para el mundo. Con cierta frecuencia se tiende a relativizar a la Iglesia haciéndola aparecer como una mediación, entre otras, para la salvación del hombre y una referencia meramente indicativa del Reino, pero es germen y comienzo del reino de Dios (cfr. LG 5)6. Los ministros ordenados no son inmunes a esta tentación. Con frecuencia también algunos sacerdototes caen en la tentación de percibir a la institución eclesial en clave de Por eso, será oportuno

preguntarnos por la fe en que es el Espíritu Santo quien la guía; si falta esa fe, nadie tendrá derecho a quejarse de que nos vean y nos traten como una institución secular más. Como servidor de la Iglesia misterio, el presbítero, desde una fe profunda en el protagonismo del Espíritu Santo dentro de la Iglesia, ha de guiar a los hombres al encuentro de Dios.

  1. La Iglesia es también comunión porque nace de la comunión del Dios Trinidad y, entre sus distintos miembros, forma un solo cuerpo. Vivir esta comunión no es nada fácil para el sacerdote, situado como está en medio de una cultura que sobrevalora la individualidad a la vez que ignora la importancia de los vínculos y desprotege la fidelidad. Los pastores no salimos indemnes de esta guerra de guerrillas y caemos también en el individualismo, el mayor contrasigno para un hombre comunitario como debe ser el pastor; el deseo de protagonismo personal; la resistencia a trabajar en equipo; la indisponibilidad para el cambio; e incluso la infidelidad al compromiso adquirido7. Como servidor de la Iglesia comunión, el

sacerdote ha de cultivar una espiritualidad de comunión, ha de acoger e integrar en las instituciones a las nuevas realidades eclesiales, ha de facilitar la colaboración de la vida consagrada y laical, etc.

  1. La Iglesia misión. La misión está en la base del ser y del actuar de la Iglesia. Ella es misión porque nace de la misión de Cristo y de la efusión del Espíritu Santo. Por otra parte, comunión y misión no se contraponen ya que la comunión es misionera y la misión es para la comunión (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christifideles laici (1988), nº 32). También en este punto hemos de reconocer nuestras deficiencias y pecados: nuestra falta de ardor misionero; la tendencia a “pescar en pecera”; el mantenimiento de una pastoral de mero mantenimiento; la poca determinación para llegar a los alejados, etc. Como servidor de la Iglesia misión, el sacerdote ha de ser abierto y acogedor, ha de promover el diálogo fe-cultura, ha de hacer una opción pastoral por los más vulnerables, ha de invertir esfuerzos en la formación de los cristianos, ha de salir en busca de los alejados e

2.2. La diocesaneidad del presbítero. Así define a la diócesis el Concilio Vaticano II: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al Obispo para que la apaciente con la cooperación del Presbiterio, de modo que, adherida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía constituye una Iglesia particular en la que verdaderamente se encuentra y opera la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica” (CD 11). La Iglesia particular es la Iglesia de Cristo encarnada en una Iglesia concreta. Cada Iglesia local contiene la totalidad de la Iglesia. Por su parte, todo presbítero ha de vivir su eclesialidad a través de la incardinación en una diócesis (CIC 265)8. Por lo tanto, la diocesaneidad es constitutiva del sacerdote y la incardinación en una diócesis concreta, para un sacerdote diocesano secular, es mucho más que un vínculo jurídico e institucional, constituye la fuente que determina su identidad y su espiritualidad, su ser, su sentir y sus mismas relaciones. Tiene, pues, un significado espiritual antes que institucional.

De igual modo, a la diocesaneidad se le presentan hoy diversos retos. El sentido de pertenencia a una Iglesia particular se encuentra situado en medio de una cultura que lo debilita, sobre todo respecto a los grandes grupos. Seguramente ninguna profesión tenga tanto sentido de pertenencia como los sacerdotes diocesanos. Pero también a los pastores les afecta la crisis: hay algunos que se polarizan excesivamente en ámbitos particulares como el parroquial o el de la enseñanza, y que difícilmente abandonan ese mundo, ni siquiera para encontrarse con sus hermanos sacerdotes en momentos fundamentales; hay sacerdotes que, en el momento en que deben abandonar un servicio eclesial significativo, desaparecen de la vida eclesial; los hay que, llegada la jubilación o la ancianidad, se refugian en su mundo interior9, etc.

El sentido de pertenencia encuentra otro reto importante en una cultura anticlerical muy activa y eficiente a la hora de resaltar los puntos más débiles de la vida cristiana y eclesial y, particularmente, del ámbito clerical. Hay presbítero que caminan despacio porque les pesan demasiado los pecados de una Iglesia, en ocasiones muy humana. Y no es que esté mal el arrepentimiento por lo hecho mal y por las faltas de omisión, pero ¿no deberíamos destacar más los elementos positivos de nuestra vivencia de la fe y de nuestra pastoral, antes que los negativos? Hacerlo de otro modo, ¿no acarrea una tremenda injusticia?

  1. La identidad ministerial del presbítero

Al presbítero no sólo le configura el carisma recibido en su ordenación, también le forma el Espíritu de Dios a través del ejercicio del ministerio, fuente de su espiritualidad. La trilogía palabra, culto y comunidad es reposición reciente de un esquema que ya estaba presente en los santos padres. El Vaticano II parte de la afirmación de que el triple “munus” pertenece a Jesucristo Maestro, Rey y Sacerdote (LG 13)10. Y ese triple “munus” señala la misión propia del presbítero, derivada de la misión de Jesucristo. Las tres funciones forman el todo del ministerio y no es posible marginar a ninguna, salvo si queremos correr el riesgo de desnaturalizarlo11.

  1. El presbítero, ministro de la Palabra de Dios. La fe viene por la predicación y la predicación, por la Palabra de Dios (cfr. Rom 10,17). La Palabra de Dios es también esencial para la edificación de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión: por ella, el Pueblo es congregado; por ella, el Pueblo es guiado; y ella es la que le envía a realizar su misión evangelizadora (cfr. PO 4). El primer deber del sacerdote es anunciar el evangelio de Jesucristo (PO 4).
  1. Ministro de los sacramentos. Como partícipes del sacerdocio de Cristo, el presbítero tiene encomendado el oficio del culto y de la santificación al que Dios quiso asociar a los hombres. En este contexto de culto y de santificación se sitúan los sacramentos, la liturgia de las horas y la adoración eucarística (PDV 26). De todos estos elementos, el central es la Eucaristía: todos los demás sacramentos y las demás funciones y tareas están vinculados con la Sagrada Eucaristía y ordenados a ella. En la Santa Misa se encuentra todo el tesoro espiritual de la Iglesia, la fuente y la cumbre de toda evangelización (PO 5). Será un medio imprescindible para la edificación de la Iglesia, ya que, la unidad de la comunidad es fruto de los sacramentos y, en especial, de la Eucaristía. Y, en definitiva, será también un medio esencial para el cumplimiento de la misión evangelizadora de la Iglesia. Dicho esto, tampoco hay que minusvalorar la importancia del sacramento de la Penitencia, pues la calidad y el fervor de la vida y el ministerio del sacerdote dependen de su práctica asidua y consciente (cfr. PDV, 26).

En virtud del sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en ministro y artífice de la Eucaristía. El papel del sacerdote en ella es “totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico” (PDV 48). Lo hace en nombre de Cristo. Convocando y presidiendo la asamblea eucarística en nombre de Cristo, el sacerdote manifiesta que el auténtico protagonista de la celebración no es él, sino Cristo. Él no se sirve de la Eucaristía, sino que sirve a Cristo en ella. El mismo Señor es el protagonista que actúa en ella eficazmente entregándose a sí mismo por todos y reclamando de los fieles la misma entrega. Además, el sacerdote preside en nombre de la Iglesia (LG 10; SC 33)12. La presidencia que asume el presbítero sólo puede ser entendida, pues, como un servicio que se realiza en la Iglesia y para la Iglesia y nunca al margen o por encima de ella. Y, en fin, el sacerdote preside bajo la acción del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que confiere al ministro la gracia de la representación de Cristo; dicho con otras palabras: es el Espíritu Santo el que garantiza la eficacia sacramental.

La Eucaristía, por su parte, “hace” al presbítero. En ella, aprende a ser sacerdote y recibe la fuerza para serlo. Lo dice el Papa Benedicto XVI: “Si la Santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación” (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (2007), nº 80). La Eucaristía “hace” a los sacerdotes: les ayuda a profundizar en la unión y la configuración con Cristo; es el lugar privilegiado para encontrarse con Él, para descubrir los rasgos fundamentales de su persona – sus sentimientos, sus gestos, sus palabras- y para identificarse vitalmente con su ser; alimenta la caridad pastoral, puesto que, en ella, Cristo se entrega totalmente al Padre por la humanidad y, en ella, les incorpora a ese movimiento oblativo; ante el riesgo de fragmentación y de dispersión entre las múltiples facetas y actividades propias de la vida de los sacerdotes, es principio integrador y unificador; impulsa también el compromiso apostólico y misionero; y, en fin, les educa para ser hombres de comunión.

  1. Guía de la comunidad. “El sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia animando y guiando la comunidad eclesial” (PDV 26). Estamos ante la función de gobierno (PO 6), un gobierno que debe llevarse a cabo en comunión con el obispo diocesano, en espíritu de servicio, atendiendo a las distintas personas, coordinando todos los dones y carismas para la edificación de la Iglesia, y dando prioridad en la atención a los más pobres y débiles (PDV 26).
  1. Un ministerio evangelizador

Después de referirnos a la identidad del presbítero y a su ministerio como primeras referencias para su renovación, vamos a aludir a la llamada a una nueva etapa evangelizadora y los rasgos más sobresalientes que se nos proponen para llevarla a cabo.

  1. Llamados a una evangelización renovada

Ya en el año 1979, en una visita a su Polonia natal, s. Juan Pablo II había hablado de una nueva evangelización, pero fue en Medellín (Colombia) donde, en un encuentro con los obispos del CELAM hizo una llamada sonora a emprender una nueva evangelización definida por su “nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones”. La Iglesia se proponía, de ese modo, enfrentar el fenómeno de los alejados de la fe, de aquellos que habían sido bautizados, pero que habían dejado morir la semilla puesta en ellos.

Desde el principio, la expresión NE tuvo sus detractores. Efectivamente, en sentido estricto, no es nueva, puesto que el evangelio es el de siempre: Jesucristo (Ap 14, 6) que es “el mismo ayer y hoy y para siempre” (Heb 13, 8). Tampoco los evangelizadores son totalmente distintos, puesto que siguen el mismo modelo de Cristo que sale al encuentro de los discípulos de Emaús. El Papa actual, Francisco, habla de una nueva etapa evangelizadora y de un anuncio renovado (EG 11).

Dicho esto, también conviene recordar la novedad de las circunstancias en que ese evangelio ha de ser anunciado, así como la novedad de Jesucristo resucitado, “siempre joven y fuente de constante novedad”, que “hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, “les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is 40, 31)” (EG 11).

Aunque “la propuesta cristiana nunca envejece” (EG 11), para que los alejados perciban la novedad y la alegría del evangelio, hemos de renovar nuestro encuentro con Jesucristo o, al menos, dejarnos encontrar por él (EG 3). Es imprescindible comenzar por la conversión personal, antes de cambiar las estructuras. De nada servirán los cambios externos si no se produce antes el cambio interior.

El Papa Francisco nos invita a configurar una Iglesia en salida que responda al mandato misionero de Jesús: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20a). Todos somos llamados a esta salida misionera, a “salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20). Cumplir el mandato del Señor es garantía de alegría. Los 72 que regresan de la misión llenos de gozo son un ejemplo (cfr. Lc 10,17). “Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto” (EG 21).

  1. Rasgos de una Iglesia y de un presbítero en salida (EG 24)

El Santo Padre, el Papa Francisco propone cinco rasgos que son los siguientes:

  1. Un presbítero que “primerea”. Con esta expresión, incide en la necesidad de anticiparnos al camino del necesitado. Es lo que hace Jesús que se va a sentar al brocal del pozo al que la samaritana está a punto de llegar para sacar agua. El pensamiento y los pasos del Señor se olvidan de sí mismo para ir en busca del que lo necesita. Por lo tanto, no podemos ser una diócesis o una parroquia autorreferencial, que se busca a sí misma. Debemos recorrer nuevos caminos para encontrarnos con los excluidos. Las incomodidades y los riesgos no pueden llevar a encerrarnos en nuestros templos. Nuestro contacto con las gentes de nuestras parroquias no puede ser sobre todo a través del teléfono, o del tablón de anuncios, o de la hoja parroquial. Para primerear hay que estar cerca de la gente; como dice el Papa, hay que “oler a oveja”. Desde lejos no se perciben las necesidades de los fieles ni se da confianza para que acudan a nosotros pidiendo ayuda. Por eso conviene que nos preguntemos por el tiempo que dedicamos a estar en nuestras
  2. Se involucra. La divinidad, en Jesús, se introduce en la humanidad. El Padre no lo hace utilizando cualquier mediación, sino a través de su propio Hijo. Como Jesús lavó los pies a los suyos, el presbítero ha de arrodillarse ante los demás para lavarles los pies. La Iglesia y el sacerdote evangelizadores se dejan afectar por lo que le sucede al hermano, se abajan y tocan la carne sufriente de Cristo en los
  3. Acompaña. Jesús se pone a la altura de los discípulos de Emaús y les acompaña, a la vez que trata de responder a las inquietudes que le presentan. Pero, para poder acompañar, hay que dedicar tiempo. El camino de la Iglesia es el hombre, decía s. Juan Pablo A veces podemos dedicar más tiempo a las cosas que a las personas. También hace falta romper con ciertos prejuicios y miedos, sobre todo a cerca de los alejados. El Papa decía en la JMJ de Río del pasado año:

Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su camino…, una Iglesia que sepa dialogar con ellos…, una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar…, una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén…, una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja contienen ya en sí mismas, también los motivos del posible retorno” (Discurso a los obispos católicos de Brasil, Río de Janeiro, 27.VII.2013).

  1. La comunidad y el presbítero buscan una Iglesia fecunda, pero no se desaniman si los frutos se retrasan. Cuando el sacerdote ve la cizaña, no pierde la paz, ni tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Busca la manera de que la Palabra se encarne, aunque los frutos no sean los mejores, que sea acogida y manifieste su capacidad liberadora. Y, desde luego, no busca la confrontación por la confrontación.
  2. Festeja. La alegría es un rasgo propio del que anuncia el Evangelio. La comunidad y el propio presbítero han de gozar con cada paso adelante en la evangelización. Pero, a veces, estamos como Marta, atareados con tantas cosas… La evangelización renovada nos invita a sentarnos todos a la misma mesa e incluso a unir las mesas en las que hay escasos comensales. Aquí encuentran su sitio estructuras nuevas como las Upas y la corresponsabilidad de los
  • Recuperar la identidad

Para esta recuperación, proponemos dos medios principales: la formación espiritual, con un especial énfasis en la espiritualidad de la comunión, y la formación intelectual y pastoral.

  1. Formación espiritual

Todo cristiano está llamado a ser santo. Con más motivo lo estará el sacerdote. En efecto, como representación sacramental de Cristo, el presbítero debe identificarse con él en todos los niveles de su persona: en el pensamiento, en los afectos y en la voluntad. El sacerdote ha de dejarse guiar por el espíritu de Jesucristo hacia la santidad, es decir, hacia la íntima comunión con Dios, hacia la participación en la propia vida divina. Este crecimiento espiritual necesita de la oración, del trato íntimo con Dios, así como de la vida sacramental por la que recibimos la gracia.

La cercanía y la acción del Espíritu nos configurarán con Cristo Buen Pastor. Llamados a la santidad (cfr. PO 12), viviremos la obediencia al Padre como Cristo la vivió (cfr. PO 15). El que “aprendió sufriendo a obedecer” (Heb 5, 8) nos ayudará a vivir una espiritualidad de la fidelidad, no del éxito13. Este espíritu de obediencia y fidelidad nos capacitará para “existir de manera especial a favor de otros”14. Acogeremos agradecidos el don del celibato por el que “se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a Él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en Él y por Él, al servicio de Dios y de los hombres” (PO 16). Y, en definitiva haremos nuestra la pobreza que el mismo Cristo vivió, lo que nos permitirá vivir “una vida simple y austera, habituados ya a renunciar gozosamente a las cosas superfluas” (OT 9; CIC 282); nos permitirá también situarnos cerca de los pobres

y comprometernos con ellos, ser signo profético ante el predominio del dinero, oír la voz de Dios y estar disponibles para ser enviados allí donde sea más necesario nuestro ministerio (cfr. PDV 30).

Llamados a configurarnos con Cristo Buen Pastor, hemos de cultivar una espiritualidad del discernimiento y trabajar nuestras facultades para descubrir la presencia de Dios. Jesús lo sabía ver en los gestos cotidianos, en la gente sencilla, en los hombres que buscaban. Dios ya está entre nosotros, aunque a veces nos cuesta descubrirle15. Hemos de cultivar también una espiritualidad de la alegría, y de la confianza. Como sacerdotes, nos llenará de gozo revivir la

llamada del Señor que asegura amarnos y ser importantes para él; que nos confía su misma misión y que comparte con nosotros su victoria: “Tened confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Y, sobre todo, nos llenará de alegría ejercer nuestra paternidad espiritual en medio del mundo, puesto que, como dice el Papa Francisco, “la raíz de la tristeza en la vida pastoral consiste precisamente en la falta de paternidad”16.

Estamos llamados a cultivar una espiritualidad del acompañamiento, cuyo modelo es Cristo resucitado caminando al lado de los descreídos discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13- 35), y una espiritualidad de la misericordia puesto que, “sin la misericordia –dice el Papa Francisco- poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de “heridos”, que necesitan comprensión, perdón y amor”17.

En definitiva, estamos llamados a cultivar la caridad pastoral, virtud que aglutina al resto y que consiste en reproducir, en actualizar, el amor que Cristo, el Buen Pastor, tiene a sus ovejas, por las cuales está dispuesto incluso a dar su vida. Esa caridad pastoral, además, evitará la dispersión de la persona en múltiples tareas y dará unidad a la vida del Pastor.

  1. Promover una espiritualidad de la comunión
  • Cultivo de ciertas cualidades humanas básicas. Para responder convenientemente al ministerio de la comunión que nos ha sido confiado, se han de cultivar una serie de cualidades humanas. El que es llamado a ser responsable de una comunidad y hombre de comunión, debe tener capacidad de relacionarse con los demás, lo cual “exige que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero en sus palabras y en su corazón, prudente y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y consolar” (PDV 43; cfr. 1 Tim 3,1-5).
  • Promover una espiritualidad de la comunión. Esta es la tarea que propone s. Juan Pablo II a la Iglesia del tercer milenio: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo… Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades” (NMI 43).

Para promover esta espiritualidad, proponemos:

  1. Contemplar el misterio de la Trinidad. Si, como hemos dicho anteriormente, la comunión resplandece en su más alta y perfecta expresión en la vida íntima de Dios trinidad, para adentraros en la vivencia de este misterio, lo primero que tenemos que hacer es contemplar, sentir, experimentar y admirar la comunión que resplandece en el mismo rostro del Dios trinitario. Lo dice la NMI: “la espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado” (NMI 43). Esta contemplación de la luz divina en el rostro del otro me capacitará para sentirle como algo propio, sentir sus alegrías y tristezas, intuir sus deseos y atender sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad (cfr. NMI 43).
  2. Pedir y agradecer la comunión. Tenemos que ser conscientes de que la comunión no depende de nosotros, ni de nuestra capacidad para el diálogo y para alcanzar acuerdos, ni de nuestra aceptación obediente de las normas diocesanas, ni de nuestra capacidad de seducir a los fieles para que nos obedezcan. La verdadera comunión está más allá de nuestras capacidades. La comunión sólo puede venir de Dios, por ello debemos pedirla incansablemente en nuestra oración. Siguiendo el ejemplo de Jesús, debemos decir: Señor, que todos seamos uno, que lo seamos cada vez de manera más plena, que el Espíritu no se canse de acercarnos a Dios y de hacernos

Por otra parte, el don de la comunión, también se hace presente ya entre nosotros. Por eso, es necesario dar gracias a Dios por él. Muchas veces nos cuesta dar gracias por los hermanos, nos es difícil reconocer lo que nos regalan, lo que significa el don de vivir en la Iglesia. Para vivir una espiritualidad de la comunión es fundamental que seamos hombres y mujeres agradecidos. Si somos conscientes de la grandeza del don de la comunión que Dios nos regala por medio de nuestra inserción en la Iglesia, no podremos por menos que darle gracias por él.

2.3. Cuidar la formación intelectual y la pastoral. La actualización teológico-pastoral es un imperativo consecuente con la propia caridad pastoral que debe definir al pastor de Jesucristo. La atención a los fieles debe llevar al pastor a procurar por todos los medios estar al día en el conocimiento de las ciencias humanas y sagradas. Es cierto que el sacerdote, ya antes de serlo, ya antes de la ordenación, ha recibido una formación suficiente. Sin embargo, la evolución de las ciencias y el cambio de las formas de ser y de pensar de los destinatarios de la acción pastoral le exigen una constante puesta al día. El Concilio Vaticano II deja muy clara la necesidad de esta actualización intelectual:

Mas como quiera que en nuestros tiempos la cultura humana y también las ciencias sagradas avanzan con nuevo paso, incítese a los presbíteros a perfeccionar adecuadamente y sin intermisión su ciencia acerca de materias divinas y humanas, y así se preparen a entablar más oportunamente diálogo con sus contemporáneos” (PO 19).

La PDV insiste en el mismo sentido y recuerda que el cultivo de la dimensión intelectual es especialmente urgente ante el reto de la nueva evangelización. Todo fiel debe estar dispuesto a dar razón de su fe y de su esperanza, mucho más el sacerdote. El fenómeno actual del pluralismo requiere una aptitud especial para el discernimiento, lo que exige una formación intelectual más sólida. Por otra parte, hace falta conocer los modernos fenómenos culturales que condicionan y hasta determinan a las personas faltas de una fundamentación intelectual y moral serias. La dedicación al estudio, pues, es esencial en el crecimiento integral (cfr. PDV 51).

También se necesita una buena formación pastoral que nos capacite para una pastoral especializada que atienda a los distintos sectores pastorales. Esta formación debe capacitarnos para atender pastoralmente tanto a los que están ya dentro de la Iglesia como a los que están alejados. El sacerdote, en primer lugar, deberá prepararse para el ministerio de la Palabra: ha de acogerla, entenderla y comunicarla (cfr. Mt 13, 23). En segundo lugar, se preparará para el ministerio del culto y de la santificación. Y, en tercer lugar, para cumplir su misión de guía de la comunidad. Además, deberá educarse en la conciencia de ser Iglesia misterio, comunión y misión. Al verla como misterio, evitará el protagonismo personal, la hiper-responsabilidad, y la visión predominantemente política de la institución. Al contemplarla como comunión, crecerá en espíritu de fraternidad y estimará los diversos dones y carismas; al mismo tiempo, promoverá una pastoral comunitaria, en colaboración sus hermanos del presbiterio, con los religiosos y con los seglares. Y, en fin, al situarse en una Iglesia misión, crecerá en la conciencia y el compromiso ante los alejados y ante la nueva cultura (cfr. PDV 59).

  • Papa Francisco, Homilía en la misa con los obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas de la XXVIII JMJ en la catedral de San Esteban, Río de Janeiro, 27.VII.2013; Revista Ecclesia n.n. 3686-87 (3 y 10.VIII.2013), 35s.
  • Miguel López Varela, “Los sacerdotes de la nueva evangelización”, en: Pliego Vida Nueva 2844 (2013).
  • Dice José María Mardones que “las dimensiones más cualitativas y de referencia hacia otra cosa, son cegadas y rechazadas… Esta ceguera simbólica de la mentalidad científico-técnica tiene graves consecuencias para la religión… La actitud más acorde con este tipo de mentalidad y sensibilidad sería la del indiferente ante la religión” (Cfr. José María Mardones, La indiferencia religiosa en España ¿Qué futuro tiene el cristianismo?, Hoac, Madrid 2004, 2ª ed., 79). El mismo autor indica, poco más adelante, que “sin símbolos… no hay acceso al Misterio” (Ibidem, 152).
  • Saturnino Gamarra, Manual de Espiritualidad sacerdotal, E. Monte Carmelo, Burgos 2008, 89 s.
  • Saturnino Gamarra, Manual de Espiritualidad sacerdotal, E. Monte Carmelo, Burgos 2008, 133.
  • La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino” (LG 5).
  • Juan María Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”: en Revista Vida Nueva, nº 2673 (15.IX.2009), Pliego, pp. 24-26.
  • Dice el Código de Derecho Canónico: “Es necesario que todo clérigo esté incardinado en una Iglesia particular, o en una prelatura personal, o en un instituto de vida consagrada, o en una sociedad que goce de esta facultad, de modo que de ninguna manera se admitan los clérigos acéfalos o vagos” (CIC 265).
  • Juan María Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”: en Revista Vida Nueva, nº 2673 (15.IX.2009), Pliego, pp. 27-29.
  • Dice el Concilio Vaticano II: “Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios… Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hebr 1, 2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos…” (LG 13).
  • Saturnino Gamarra, Manual de Espiritualidad sacerdotal, E. Monte Carmelo, Burgos 2008, 214.
  • El sacerdocio ministerial… –dicen los Padres conciliares- confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios” (LG 10).
  • Juan María Uriarte, Ministerio presbiteral y espiritualidad; Publicaciones Idatz, San Sebastián 2000, 4ª ed., 39-40.
  • Greshake, Ser sacerdote hoy; Sígueme, Salamanca 2003, 400.
  • Francisco García Martínez, “Reflexiones hodiernas sobre el ministerio en la Iglesia”, en: Revista Surge, vol. 66, nº 645 (1.II.200), 55.
  • Papa Francisco, Discurso en la vigilia de oración y encuentro con seminaristas, novicios y novicias, con ocasión del Año de la fe, Roma, 6.VII.2013; Revista Ecclesia n.n. 3688-89 (17 y 24.VIII.2013), 35.
  • Papa Francisco, Discurso a los obispos católicos de Brasil, Río de Janeiro, 27.VII.2013; Revista Ecclesia, n.n. 3688-89 (17 y 24.VIII.2013), 44s.

+ Jesús Fernández González

Obispo Auxiliar de Santiago